lisboa

El fin de semana en Lisboa fue más relajante de lo que cabía esperar y nos cundió como pocos fines de semana lo han hecho. El pasear por una ciudad que huele a mar y que no te resulta del todo desconocida, aunque esté en de obras eternas, le quita importancia al hecho de perderte, a la extraña sensación de indefensión que se sufre cuando no conoces las calles, las caras ni el idioma, cuando te sientes inferior por preguntar en dos lenguas, antes de arriesgarte con unos más que rudimentarios conocimientos del portugués.

Además, son los portugueses ladinos y zorros y, salvo algunas excepciones, esperan a verte sudar tinta de calamar antes de echarte un cabo, de socorrerte respondiéndote en un perfecto castellano mientras te empujan un poco más abajo, en tu miseria, en tu desconocimiento de no saber más que un idioma y medio.

De Lisboa me gusta su ritmo, frenético la mayor parte del día y más tranquilo por la tarde y noche, el olor a mar (vicio del que no pienso prescindir) y sus contrastes: están completamente orientados hacia el turismo y, sin embargo, no ponen una señal de tráfico en su sitio; el ruido ensordecedor de los coches circulando sobre los adoquines choca con los tranvías, no tan escandalosos pero que hacen temblar el suelo; en una de las calles más modernas, tras la Praça do Comerço, una señora mayor canta un fado sentada en un banco y, a media docena de calles de allí, en pleno Chiado, una de las zonas más antiguas, un coche escupe Trash Metal.

El bacalhau, Sintra bajo un manto de agua y niebla y el caos circulatorio habitual sólo consiguieron animar completamente el fin de semana y darnos unas cuantas excusas para volver y terminar con la lista de acciones pendientes que tenemos.

Más fotos, unas pocas más, en flickr.

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